Esperanza L. González nació en Almuñécar, pero pasó la mayor parte de su vida en Madrid, ciudad en la que pudo estudiar y desarrollar sus más profundos deseos en pintura y poesía.
Estudió con Peña, Cristina Villacieros y Guillermo Oyagüe en el Taller del Prado, pero su encuentro con la excepcional pintora Maruja Baldasano cambió totalmente su trayectoria artística. El deseo de concebir y dar a luz una forma de pintar libre y suelta que la hiciera divertirse y vivir, vivir pintando, la llena de múltiples expectativas y aliento para hacer una de las cosas que más le gustaba, pintar.
Desde 1.992 fue exponiendo consecutivamente en centros culturales y galerías privadas tales como Arte Madrid y Casa de Cantabria…. Era miembro de la Academia Europea de las Artes como poetisa y pintora, en la que fue galardonada en varias ocasiones con Medalla de Oro y Vermeil.
A pesar de vivir en Madrid, su añoranza por su tierra natal, la costa de Granada, estuvo siempre presente y su más ferviente deseo era poder volver a ella y dejar constancia de su amor a través de su obra.
Su llegada a Madrid no solo tuvo consecuencias en su vida artística, sino, sobre todo, en su vida privada. Alejada de su familia, y más tarde, incluso de su marido, pronto vio cómo el mundo con el que había soñado desde su infancia, se desmoronaba ante sus ojos sin poder hacer nada por evitarlo. Sus primeras poesías son un llanto desgarrador, una pena incontenible, una frustración desesperada.
Su entrega completa al Dios de dioses y Rey de reyes transformaría sus penas en alegrías durante el resto de su vida. Muchas de sus poesías dejan constancia de su íntima relación con el Altísimo, una relación como ella decía «de andar por casa», intensa, transparente y constante, llena de confianza y complicidad, como la de unos eternos amantes.
Esperanza nació en Almuñécar, municipio de la Costa Tropical en la provincia de Granada. Tres grandes peñones separan las dos playas más grandes del pueblo, rodeado de plantaciones de frutos tropicales, tales como mangos, papayas, aguacates, níspolas, cañas de azúcar, y el dulcísimo chirimoyo. El pueblo se halla coronado por un castillo de origen árabe, a cuyos pies se encuentran las ruinas de una fábrica de salazón de pescado de origen fenicio. Un acueducto romano de más de 8 km de longitud abastecía al pueblo situado a los pies de la Sierra Nevada.
Allí es donde creció Esperanza, rodeada de una historia milenaria y de una naturaleza exuberante. Su familia regentaba uno de los hornos de pan más importantes del pueblo, y desde muy pequeña, ella ya ayudaba a su familia en el negocio familiar. Por su simpatía, entrega y agudeza para los negocios se haría conocida y admirada en todo el pueblo.
Llegada a Madrid desde su pueblo natal de Almuñécar, a principios de los años 60, donde todavía la dictadura franquista se hacía sentir en todos los aspectos de la sociedad española, tuvo que adaptarse a una vida anónima en una gran ciudad y en su propia nueva casa, con un marido, y poco después, unos hijos a los que atender. De ser la niña predilecta de su pueblo, pasó a ser, sin ningún tipo de transición, la mujer de un hombre que no la amaba como ella había imaginado, la nuera de una suegra dominante y criticona, y la madre de dos hijos muy tragones.
La separación de su marido algunos años después, la obligaron a reinventarse una vez más. De amante y dedicada esposa y madre, a mujer trabajadora, independiente y al cuidado de sus dos hijos.
Esperanza fue una mujer pionera en muchos aspectos de su vida. En muchos casos por necesidad, en otros por poseer un espíritu indómito que la incitaba a buscar siempre lo mejor de sí misma. Como ella solía decir, “cuanto más tenga para mí, más tengo para dar a los demás”.
Cuando muy pocas mujeres se separaban en esa época, ella se separó, divorciándose años después, cuando se legalizó el divorcio en España. Cuando muy pocas mujeres tenían un trabajo remunerado en España, ella trabajaba como conserje en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid, cuando muy pocas mujeres sabían conducir, y menos ser propietarias de un vehículo, ella se movía por Madrid como un taxista, conocía todas las tiendas de la ciudad donde ofrecían los mejores precios y acarreaba sacos de comida para alimentar a sus enormes hijos.
Esta nueva fase de su vida, fue como la anterior, sin transición, sin anestesia, y esta vez, todavía peor, no solo sin ayuda de nadie, sino con el desprecio de su familia y su pueblo natal, que no aceptaban su separación. Una “buena mujer” debía “aguantar” lo que fuera para conservar su matrimonio, “como si eso fuera cosa de uno solo”, decía ella. Encontró refugio en sus hijos, a los que cuidaba y educaba con sabiduría, teniendo que hacer el papel de madre y de padre de unos hijos que ya le sacaban más de una cabeza, y que admiraban y agradecían que su madre hubiera decido dar su vida por ellos. Esa actitud valiente, consecuente y decidida de su madre, ha marcado la vida de sus hijos hasta hoy.
Ella siempre buscaba lo mejor, la mejor calidad, el mejor precio, la mejor actitud, el mejor pensamiento, la mejor vida, por dentro y por fuera, la mejor amistad, el mejor amor, la mejor fritura de pescaito, el mejor futuro y los mejores deseos y sonrisas para todo aquél que tuvo el privilegio de conocerla.
En esa constante búsqueda de lo mejor, encontró lo mejor “un Dios que murió para que nosotros viviéramos”. Desde su primer encuentro con Jesús, nuestro Señor, ella entendió perfectamente el significado de esa entrega, de ese darse a los demás, de hecho, lo venía haciendo con sus hijos desde que los concibió. Por fin, alguien daba algo por ella, y fue ese agradecimiento permanente lo que le dio las fuerzas, la determinación y la alegría de vivir, “a pesar de las circunstancias”, sola y abandonada en el pueblo más grande de España.
Ese saberse querida y aceptada cambió completamente su visión de sí misma, de ser la mujer separada, carne fresca para muchos hombres, la pobre madre soltera que tenía que mantener a sus hijos con un puesto y un sueldo de nivel bajo, pasó a verse y a quererse, como lo que era, una hija de Dios, llena de talentos y con una vida por delante, llena de desafíos y oportunidades para seguir buscando lo mejor de ella y de los demás.
Ya no está sola, Dios la acompaña, ¡y un montón de hermanos en Cristo! Empezó a “devorar” la Palabra de Dios, a visitar iglesias cristianas evangélicas, y no solo como espectadora, sino que se involucra en multitud de actividades, tanto de evangelización, como de carácter social. Su personalidad abierta y desenfadada, unida a su inquebrantable compromiso con el Señor, le abren la puerta a una comunidad de creyentes en los que encuentra amor, respeto, admiración, comprensión, aceptación, reconocimiento, y tantas y tantas sensaciones y sentimientos que no había sentido desde su más tierna infancia al arrullo de sus padres y abuelos.
Lo que en sus primeras poesías era un grito desesperado de incontenible dolor, se convirtió en un canto de alabanza permanente que la llevó hasta cambiarse el nombre; ya no era la pobrecita Lourdes, que en su primera poesía decía:
“No sé si poesía es
lanzar mis penas al viento,
pero es lo que sé hacer,
pues de alegrías poco sé,
y así acallo mi tormento”.
Se transformó en Esperanza:
“Tengo el nombre de Esperanza que me diste,
y esto me bendice y colorea
un camino de ilusiones y futuros,
que llenan mi alma de ternura y de belleza”.
De la mano del Señor y de los muchos hermanos en Cristo que la quieren, Esperanza se lanzó a plasmar en poesías y pinturas ese gozo incontenible que la desbordaba. Viajó por el mundo y se ganó el corazón de todos los que la conocieron, por su simpatía, honradez, compromiso y entrega en todo lo que hacía.